Por Daniella Osorio
Había tomado un pequeño colectivo para devolverme a Chincha. Me hallaba en el Carmen, un pueblo 20 kms adentro en dirección opuesta al océano pacífico. Sentada en la última fila del carro, al lado izquierdo de la ventana, estaba sonriendo mientras mis ojos presenciaban el atardecer naranja a través del vidrio. Recordaba la «salida de emergencia» que escribí cuando a los 19 años hacía mi primer viaje con mochila al sur de Colombia. Estaba aburrida de la universidad pensando en abandonarla para dedicarme a descubrir el mundo, pero me sentía inexperta.
Un campesino en San Agustín, mientras me enseñaba sobre permacultura, me contaba sobre los periplos de la vida de su hijo y su percepción como padre, una conversación que me hizo reflexionar sobre mis propios privilegios escolares. La universidad de repente tomaba otro tinte, en parte porque si me encontraba en ese lugar, era porque me habían becado ese semestre y decidido invertir en viajar.
No sólo terminé la universidad sino que me gradué con una tesis laureada que me tomó dos años de investigación sobre el universo danzante de lo afromandingue desde la filosofía del cuerpo fenomenológico. Sé que suena pretencioso y lo fue, no podía permitirme vivir a medias, siempre me he propuesto proyectos de gran envergadura, porque no encuentro otra manera emocionante de vivir si no me tiemblan las tripas de significado.
Ese día había llegado puntual para la cita con Lucía, en la entrada de su casa se dibujaba sobre la pared el rostro de una mujer negra con turbante. Su hija mayor Luanda me abrió la puerta para informarme que no se encontraba y me dirigí al centro cultural del Carmen. La encontré ahí con cuatro chilenos que vinieron a aprender exclusivamente de la cadencia del landó, ritmo afroperuano.
Desde ese momento en adelante no nos separaríamos; al final de su clase intercambiamos pocas palabras pero sobre todo energía, me invitó a quedarme en su casa para festejar la yunza negra de su familia el sábado, acepté inmediatamente.
Cuando llegamos en la noche a su casa, todo siguió un curso muy natural, no quería forzar el momento ni lanzarle un cuestionario de preguntas profesional e impersonal. Olía a incienso, y sonaba un jazz, mientras cocinábamos.
Luci, en la cabeza de la mesa, hablaba de la violencia que vivió con su ex-esposo, del daño que se hizo en los días en que permitió que otro la tratara irrespetuosamente y de como también un día cualquiera decidió frenar ese comportamiento y emprendió el camino para amarse a sí misma.
Al otro día con toda la tranquilidad que caracteriza a un pueblo, se hacían los preparativos para la yunza de la noche. Ésta no era una fiesta cualquiera, se trataba de una celebración ritual, una danza colectiva donde se invita al amor.
La yunza es una fiesta peruana del campo, se celebra también en la sierra y en la selva. Cada región vive la umisha, el cortamonte, el huachihualito o la yunza a su manera. La yunza negra es cuento aparte, según la monografía de Chincha por Luis Canepa, es una fiesta de declaraciones amorosas y felices augurios. Consiste en un baile alrededor de una rama gruesa de sauce, especialmente adornado con artículos para el hogar, bombas, serpentinas, racimos de uvas, mangos, naranjas y demás. Solía hacerse en medio de la chakra de algodonales después de largas jornadas de trabajo.
Era la madrugada de un veintidós de febrero, se comentaba de lo especial de esa yunza por varias razones: época de verano y una de las zonas más secas del mundo, pero ese mismo día de tremendo calor llovió al caer el sol. Un acontecimiento inusual para la temporada pero además para la geografía.
Los danzantes entraron alegremente para formar un círculo, sonaron los cajones de los músicos y empieza el festejo, ritmo tradicional carmelitano que nació cuando los negros libertos pudieron disfrutar de días festivos con sus familiares y vecinos. Un hombre que carga con fuego, al que le dicen el mechero es el encargado de calentar a las parejas en su faena, va y vuelve alumbrando con la llama del amor.
Gritaron ¡Yunza! Lucía al centro se contoneaba con pasión, me entregaron una pollera verde y entré al círculo a bailar. Girábamos alrededor del árbol cada una con su pareja, no pasó mucho tiempo hasta que Luci gritó: ¡respeto! y ya no tuve más parejo en adelante. Yo no me di cuenta, pero me dijo que ése era uno que quería aprovecharse de la situación y de eso no se trataba.
Cualquiera diría que eso que más da, si igual la danza es sumamente sexual, pero pienso que es el malentendido que por siglos se ha extendido sobre las formas negras de vivir con espontaneidad el cuerpo. Sí, es verdad que es escandaloso, exagerado, sin tapujos y muy sensual, pero no es grotesco ni irrespetuoso, es con-sentido y sin-vergüenza, es un acto de celebrar la fuerza de la creación. La manera de experimentar su mente-cuerpo, es un atractivo irresistible que siempre invita a la liberación.
¡Libertad! Aprender a través del hacer cotidiano es reencontrar el conocimiento que ninguna escuela puede proporcionar. Cuando empezamos a internalizar, podemos discernir la diferencia abismal que existe entre “saberlo racionalmente” y vivirlo orgánicamente. El pasado y el futuro son un ejercicio de nuestro intelecto, pero la realidad está aquí, ahora en este instante en que está leyendo esta palabra, no en la que leyó más arriba, no en la que leerá después. Es menester, rebelarnos contra nuestra intelectualidad que tiraniza nuestra capacidad orgánica de comprender.
Para apoyar a Daniela en su bicirecorrido por Suramérica, puedes visitar el siguiente enlace:
Las Rutas Bicioníricas de Ngongorokó
Sobre la autora de este disparate:
Lenta pedalera, escritora por convicción y artista de lo trascendental. Ardientemente introvertida pero tratando con todas mis fuerzas de estar en el mundo.