Por: María Alejandra Arias Barreto
A Flor Múnera ya no le lagrimean sus ojos cuando al pasado se refiere. Las arrugas en toda su piel engañan a los más astutos opositores. Su memoria prodigiosa y aún lúcida parece no envejecer. Tiene 73 años y aún recuerda fechas, detalles y eventos de la violencia colombiana, de la desaparición y asesinato de sus compañeros y de su exilio. Sus palabras fuertes y fluidas como la melodía de una flauta dan cuenta de las más extraordinarias experiencias como defensora de derechos humanos, papel que aún desempeña.
A la abuela, como cariñosamente es conocida, ya no le preocupa alzar su voz contra los grupos armados o la fuerza pública. A ella solo le interesa seguir levantándose cada mañana, tomar una buena taza de café y escribir denuncias para defender a los presos políticos.
Son las cinco de la tarde. Flor sujeta entre sus manos una hoja de papel y un lapicero con el que hace algunos trazos.
—Desde pequeña, mi objetivo ha sido defender las causas comunes —dice entre risas
Ahora, la abuela clava sus ojos pequeños y cafés sobre la hoja. Suspira suavemente y recuerda su pasado en Roncesvalles. Una pequeña finca ubicada en un terreno plano pero rodeado de flores y animales. Rememora el viaje en mula de su madre y sus diez hermanos que huían de la violencia que había asesinado a su padre en Caldas, mientras Flor cruza sus brazos y se recuesta en el espaldar de la silla, busca entre su memoria la imagen de su padre, pero solo encuentra la figura de su madre diciendo Antonio, el nombre del padre que nunca conoció.
Entra la noche en la oficina. Algunos zancudos nos rodean. Flor se acuerda de la finca en la que vivió. Entre la nostalgia y la alegría cierra sus ojos. Evoca el fuerte ruido de las gotas al caer sobre el techo de zinc de su casa. Las paredes de madera con pequeñas aberturas entre las que espiaba. Las noches en que se escondía con su familia en la montaña. Y no olvida el día en que llegó su hermano mayor en traje camuflado. Respira lentamente.
—Pensé que era policía—, dijo.
Mientras la abuela realiza unos pequeños dibujos en la hoja, un cuadrado, unas equis, reconstruye los eventos de cómo ella y su madre, luego de un tiempo, visitaron a su hermano en la cárcel de la Isla Gorgona. Sentenciado a 14 años por pertenecer a las FARC. Aún recuerda los viajes en lancha, aún recuerda las noticias de las personas que morían en el trayecto.
La luz del cuarto se enciende. Los ojos de Flor se iluminan. De pronto, la imagen de su madre ablanda su voz.
—Ella siempre fue muy “pelionera”, como una abuela. Una mujer pequeña, pero de carácter fuerte—.
Flor vuelve a sujetar el lapicero. Recuerda que su mamá era la que luchaba por la comunidad al igual que lo hizo su padre. En todo caso, repite luego de revisar su celular —la vida de uno depende de lo que son los padres—. La abuela verifica las llamadas.
Añade que a los nueve años se tuvo que ir a vivir a Ibagué. Después de un tiempo, empezó a estudiar enfermería. Comenzó a trabajar en el Hospital San Rafael y luego en el Hospital Federico Lleras cuando aún tenía 16 años y esperaba a su primer hijo. Y fue la primera en sindicalizarse en Sintrasatol.
—Fueron mis primeros pasos como defensora, y aún no me detengo —comenta.
A las seis de la noche el calor en la oficina es incesante. Flor entrecierra sus ojos fuertemente para no confundir las fechas ni los eventos. Pronto, unas cuantas palabras surgen de su pecho.
—Gabriel García Márquez en 1973, fue el primero en financiar el nacimiento del Comité de Solidaridad con los Presos Políticos. La primera organización de derechos humanos en el país—.
Desde entonces, Flor se unió a este proceso. Recuerda una y otra vez a sus compañeros. Algunos aún vivos. Otros asesinados o desaparecidos por la violencia.
La primera amenaza llegó con un intento de desaparición forzada. Flor cruza sus brazos y cierra sus puños. Ella recuerda rodar por las escaleras del Centro Comercial Combeima. Sus gritos agudos se esparcían por el lugar como si por el pecho tuviera unas cuerdas de un violín. La abuela encorva su cuerpo cuando nombra la palabra miedo.
—Mija, de ahí para adelante todo fue más duro —dice dulcemente—. Aún no olvida el día en que tuvo que huir hacía el exilio.
La mañana del jueves 30 de septiembre de 1996, un grupo de militares irrumpió en la sala del quirófano del Hospital Federico Lleras Acosta en Ibagué. Flor señala haber salido minutos antes. Una llamada llega a su celular y avisa.
—No vuelvas. Están allanando el lugar—.
Ahora, Flor sujeta el lapicero y dibuja líneas en la hoja. Entre la cólera, revive aquel momento. Su huida a escondidas en una ambulancia. Un bolso con sus pocas pertenencias. El largo viaje en bus desde Ibagué hasta Cúcuta. Su escape por la frontera con Venezuela. El difícil adiós con su familia. Y su orden de captura; en la que decía “Flor Múnera, guerrillera, alias “La super abuela”.
Cuatro años duró el exilio de Flor. La incertidumbre y el tiempo fueron sus mayores enemigos. Durante su estadía en Europa viajó a diferentes países para contar su experiencia. Flor no supo de su familia durante ese tiempo. No había cartas. No había llamadas. No había respuestas. Flor sólo recuerda un mensaje de un amigo: “Aún estamos vivos”. Ahora, el clima en el cuarto es cálido. Flor suelta la hoja de papel y la coloca en la mesa. Después de su llegada a Colombia ya no tiene orden de captura.
La abuela me mira fijamente
—Con el Plan Colombia todo fue más complejo—.
Fue enviada a todo el país a hablar con las víctimas. Ella contaba muertos. Flor estira un poco sus manos. Guarda entre un estante el lapicero y la hoja. Me mira a los ojos. Respira despacio. Y busca las palabras.
—¿Por qué seguir defendiendo los derechos humanos? Porque no somos indispensables, pero somos necesarios en un país como el nuestro. Es lo único que tengo por decir—. Finaliza.