Rodajas de vida o de muerte

Por Andrés Francel. 5 de mayo de 2022

Cuando observamos fotografías de finales del siglo XIX y principios del XX, la quebrada El Lavadero y los cerros noroccidentales estaban arrasados. Los pastizales derivados de la explotación agropecuaria habían configurado un ideal de ciudad para explotar, vigilar y castigar, cuyo principal símbolo era la cárcel. Habíamos heredado el concepto de lo construido, o lo artificial, como lo bueno, y lo natural, o la selva, como el enemigo ¿Recuerdan a caperucita o a Hansel y Gretel? La bruja y el lobo habitaban el bosque.

Figura 1. Panóptico de Ibagué (1886). Sin autor. Número 13 del índice del archivo de memoria visual de la biblioteca Darío Echandía del Banco de la República en Ibagué.

Pero hubo un momento en que la quebrada que marcaba una cerca magnífica para aislar la cárcel se convirtió en parque, en la posibilidad para que las nuevas élites de Belén habitaran un barrio ajardinado para aislarse de las dinámicas caóticas del centro de la ciudad. Esa quebrada era denominada El Lavadero en tiempos coloniales. Podemos imaginar la espuma sobre la superficie arremolinada por los golpes de la ropa jabonosa contra las piedras. Luego se denominó la quebrada de Los Piojos, un término con el que podemos imaginar la miseria y la enfermedad. Luego, la quebrada desapareció. Nos hacía estorbo. Fue sepultada y se sintió como un logro su canalización subterránea, porque ya no estaban los piojos ni las lavanderas.

Con ese mismo propósito de incorporar las ideas de grandes parques como el Bosque de Bologna de París, del Central Park de Nueva York y del Parque Nacional de Bogotá, se creó el Parque Centenario de Ibagué, paradójicamente auspiciado por un gobierno militar, el de Rojas Pinilla, con la participación de Julio Fajardo, su artista favorito, de Juvenal Moya Cadena, su arquitecto predilecto, y de Guillermo Gonzáles Zuleta, su ingeniero de confianza. Fajardo esculpió el Boga y realizó los murales de la alcaldía, entre muchas otras obras artísticas y de diseño de mobiliario, así como Moya diseñó el estadio, la plaza de la veintiuna y la capilla de San Simón, además de un plan urbanístico cuyo paradero es desconocido. González Zuleta calculó estadios en todo el país, incluidos los diseños de Moya Cadena, dentro de los cuales está la concha acústica.

El proyecto del Parque El Centenario de Ibagué buscó conmemorar los cuatrocientos años de la fundación de la ciudad y para ello el equipo de Fajardo, Moya y Zuleta diseñaron una escalera solemne de acceso por la calle 10, junto a la actual biblioteca Soledad Rengifo, a la que lamentablemente se le adecuó hace algunos años una reja como la mayor muestra de imaginación para solucionar los problemas sociales. La elegante escalera remata en el teatro al aire libre que denominamos concha acústica y es bordeada por un anillo perimetral que pasa sobre la quebrada sepultada, a través de un puente de estilo aerodinámico o Streamline que evoca la leyenda del fraile sin cabeza, debido a que, tanto el dictador como sus artistas, promovieron el indigenismo, un movimiento que valoró a su modo los conceptos precolombinos.

En consecuencia, recordarán que el piso del escenario o proscenio de la concha acústica tiene un hombre pentágono heredado de la iconografía de la cultura Tolima, panche-pijao, y que los materiales utilizados en las escalinatas y las obras alrededor del anillo vial son las lajas, ladrillos a la vista y una bella, alta, enorme y abundante vegetación que evoca a la madre tierra indígena y al paraíso cristiano.

Los gobernantes de aquella época decidieron atender los consejos de los urbanistas, arquitectos, ingenieros y artistas que se unieron en sociedades civiles para el ornato y las mejoras de la ciudad, y arbolaron el barrio Belén, Interlaken, Cadis y, por supuesto, el magnífico Parque Centenario. En una muestra de sensatez, de placer estético y de respeto por los valores naturales, dejaron que los árboles atravesaran el terraplén del Centenario y los abrigaron con vanos en el concreto de los andenes para que todos nos deleitáramos con los samanes y caracolíes que emergen desde nuestra quebrada sepultada.

De allí en adelante, se crearon entidades para mantener nuestra ciudad en las mejores condiciones, como el Ibal, Infibagué, Cortolima, la Secretaría Ambiente y Gestión del Riesgo, la de Cultura y turismo, planeación municipal, con lo cual el Parque Centenario sería cada vez más alucinante, al igual que Ibagué. Sin embargo, adivinen qué. Entre todas dejaron que un samán colapsara y decidieron, con la máxima sabiduría técnica, histórica y científica, aserrar estos bellos árboles y cortarlos en rodajas, como chuletas de un animal sacrificado. Y se las robaron, en una conducta que ya es habitual en los funcionarios rapaces que codician el presupuesto público, es decir, el de todos.

En una lamentable rueda de prensa, Cortolima prefirió defender su pésima decisión y actuación, antes que aceptar su error y generar una reparación sobre el disparate cometido. ¿Hace falta todo el presupuesto de la entidad y los asesores técnicos de alto nivel para cortar en rodajas árboles sanos, bellos, icónicos, históricos y decir que no se van a sembrar unos nuevos? La alcaldía parece que secundó las circunstancias con un silencio total, mediado por un proyecto para renovar el Centenario, que parece desconocer las obras de Fajardo Castilla, Moya Cadena, González Zuleta y el espíritu mismo con el que fue concebido el lugar.

No es el primer ni el último arboricidio. Vale recordar el de la Guabinal con 39, y el que precedió al centro comercial La Estación y los que no recuerdo ni conozco, pero que se cometieron. ¿Quiénes los aprobaron? Ya sabemos. Todos sabemos. Pero se sigue votando por visiones desarrollistas que no toman como centro nuestro ambiente. Eso sí, preguntémosle a los que talan nuestros bosques urbanos y dirán que Ibagué tiene un magnífico potencial ecológico porque comienza en el nevado del Tolima y llega hasta el maravilloso río Coello, en un valle interandino cruzado por las quebradas sepultadas del Sillón, La Hedionda, Guadalejo, San Gelato, Opia, Alvarado, Chipalo… todas contaminadas, podridas, llenas de miseria alrededor, porque no les importan ni los marginados ni el patrimonio natural. Ni los piojos ni las lavanderas.

Podemos imaginar lo que estarán pensando y diciendo: ¿Tanta pendejada por un chamizo viejo? ¿Acaso cuánto billete podemos ganar con esos palos musgosos? La gente sí que jode por pendejadas. Esos son mamertos que frenan el desarrollo. En últimas, habrá que enviarles el Esmad para que dejen transitar a la gente de bien. Plomo es lo que quieren, plomo es lo que hay.

Sin embargo, en medio de esta pendejada que significa cortar los árboles en secreto, a traición, para que nadie pueda decir nada, me alegra que la población haya salido a protestar, a defender nuestro patrimonio. ¿Nadie le dijo a Cortolima que el Parque Centenario es patrimonio arquitectónico, urbanístico y, sobre todo, ambiental? ¿Qué para intervenirlo deberían consultar con especialistas y, sobre todo, con la comunidad? ¿será que los políticos lo han hecho correctamente y por eso somos una super potencia mundial? Podríamos preguntarnos, parodiando a Vargas Llosa ¿en qué momento se jodió Ibagué? Y la respuesta siempre será, para cualquier lugar del planeta, que en el momento en que decidió entregar nuestra sociedad a los incapaces, sellamos nuestro destino.

Pero, bueno, tratemos de aportar soluciones. En primera instancia, parece tan obvio, tan sencillo, tan corriente, replantar los árboles, como se hizo con el mango del parque Murillo Toro y como se hace con muchos otros que cumplen su ciclo vital, de modo natural o forzoso, para evitar que se pierda la continuidad vegetal, paisajística, los corredores ambientales. Claro, uno se pregunta por qué no lo hacen, y ahí surgen las sospechas sobre una operación premeditada para realizar alguna obra que probablemente no se terminará, como ya estamos habituados a que suceda.

En segunda instancia, se debe generar un plan de manejo y protección del Centenario, de todos sus valores históricos, arquitectónicos, urbanísticos, ecológicos, deportivos, lúdicos, artísticos, sociales, políticos. En lo posible, con las universidades y los grupos sociales que quieran involucrarse. Y, si no es muy loca la propuesta, que los criterios sean públicos. ¿Por qué hacer las cosas a escondidas si el presupuesto es público? Bueno, y que no sea un contrato de miles de millones para los socios políticos, como es habitual, ni tan miserable como los de los portafolios de estímulos, cuyos montos se han reducido en un 75%, de modo que quien podía obtener diez millones hace cinco años por su obra creativa o de investigación, ahora obtiene dos. No creo que sea porque el peso colombiano se haya revaluado y ahora sea una moneda fuerte, o porque la inflación haya desaparecido.

En tercera instancia, se debería destinar una partida presupuestal y un personal idóneo para el mantenimiento del parque y del arbolado urbano. Todos conocemos el deterioro del parque y de casi todos los escenarios municipales, además de las podas insensatas. Los árboles quedan trasquilados, desbalanceados, mochos, como se les quiera denominar. La mayoría de las veces, para que no afecten la hermosa red eléctrica de Ibagué, que parece tejida por una enorme araña ebria. Supongo que nadie va a asumir el costo de conducir la energía por otros canales menos horribles, porque las únicas que se pueden sepultar son las quebradas. ¿Entre todas las entidades de Ibagué no habrá alguien que pueda asesorar a los taladores de árboles?

Para retomar el primer párrafo entre la quebrada y la cárcel, ya veremos, como dice uno de mis amigos, “a las cuántas inauguraciones abren el panóptico”, y a los cuántos mantenimientos no realizados, se talan los pocos árboles que le dejaron. Y, para no extenderme más, quisiera cerrar con un verso de Giomar Cuesta: Por este amor, muero de pie, como los árboles.

 

 

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