Por: Gabriel Saldarriaga Molina
Aristóteles, el antiguo filósofo griego en su texto Ética a Nicómaco, cuya lectura eleva el ánimo y produce placer, ha dicho que la política, el arte de gobernar, es el arte supremo. Su objeto es el bien común. Si el bien es deseable para los individuos, adquiere un carácter precioso cuando interesa al pueblo y al Estado, de manera que su objetivo será el bien supremo del hombre y de la sociedad.
Si dejamos la deliciosa lectura y los libros siempre compañeros admirables y miramos a nuestro alrededor, la naturaleza del espectáculo es distinta, es desconcertante, produce desencanto. Desventuradamente, la gran mayoría de los políticos no conocen el valor de la ética, de la honestidad y del respecto del supuesto pueblo que representan.
Ante los ojos conformistas, indiferentes y sin la más mínima malicia del pueblo, la actividad política y sus protagonistas mueve un macabro negocio tan sucio y corrupto como el narcotráfico. Los políticos se presentan en calles y plazas y andan de capa caída, sin provocar el más mínimo respeto al pueblo e igual el mismo pueblo acude en masa a las urnas portando en la mano una cédula que los identifica como ciudadanos de tercera clase y depositan en las urnas un pedazo de papel con la foto de un mentiroso sonriente y un número que no servirá ni para arriesgar el juego de un chance de quinientos devaluados pesos.
Así son las cotidianas elecciones, se va a ellas a votar por el candidato que me ofrece a cambio del voto un bulto de cemento, un contrato por tres meses, tapar el hueco de la cuadra, un tarro de pintura o el cargo de asistente en una secretaría que ni siquiera existe.
El hecho está vinculado con la opinión predominante que tiene de sí mismo, de sus trabajos, sus objetivos y sus funciones dentro de la sociedad, la gran mayoría de los hombres y mujeres que practican la política, no reputándola como la más hermosa de las ocupaciones, por noble y útil, sino como la más fructífera en satisfacciones y rendimientos personales. No gobierno para el servicio público, reino y desgobierno para mi bolsillo. A tal grado de refinamiento ha llegado este negocio y están tan alejados del pueblo que se hacen llamar “la clase política”. Se presume que sus afortunados miembros son como ciudadanos mejorados, depositarios de la buena fortuna no mezclados con las otras clases que integran la sociedad, sino aislados.
El asunto desde luego, es uno de los síntomas de la confusión de los términos y de los valores y corresponde al estado de la decadencia social. En Colombia la presidencia de la República se entrega al primero que se somete a servir a los grandes grupos financieros, a los políticos corruptos y a dar garrote a un pueblo que en todo se interesa menos en aprender a leer y comprender la oscura realidad que vive. Con razón muchos de los que han aspirado al mayor cargo de la nación, con la máxima dignidad conferida por la democracia a sus mejores hijos expresan sin el más mínimo de vergüenza “yo quiero ser presidente de la república para coronar mi carrera política”. Un buen candidato, que esperamos nos llegue algún día, diría: “Yo quiero ser presidente de Colombia para que el pueblo aprenda a leer, a amar los libros y a odiar las armas.”
Una República ética, moral y cívicamente responsable estimularía las voluntades y las inteligencias juveniles, fomentaría la contradicción pacifica de los intereses y los derechos legítimos, así como el mejor cumplimiento de los deberes y las obligaciones sociales, impulsaría los esfuerzos cívicos, las solidaridades espontáneas, la disciplina social, el respeto a los derechos humanos, la fortaleza del carácter nacional, la limpieza y las razones del corazón y la democratización de la economía.
La Ética a Nicómaco explica como la política es “la ciencia organizadora” y determina lo que se debe hacer y lo que se debe evitar para que el Estado alcance el bien. Deberían leerla todos los ciudadanos y más los dirigentes, pero infortunadamente “nuestros” gobernantes nacionales y locales no la han leído, no les interesa o no saben leer, qué lejanos están los libros de los ciudadanos y de los estamentos públicos, en cuyos despachos sólo se redactan micos, mamotretos de tratados jurídicos que sólo contribuyen con el despilfarro del erario público. ¡Ah mal que estamos! La causa de lo que nos pasa está en la indiferencia y en la falta de compromiso nuestros.
En el año 2002 el juez italiano Antonio di Pietro decía que en Italia la corrupción política había terminado. ¿Cómo es eso?, le preguntaban. y él lo explicaba de forma clarísima: el poder económico necesitaba corromper a los políticos para que éstos hicieran lo que al poder económico le venía bien, pero ahora se acabó, porque el poder económico ocupó el poder político. Por tanto, ya no tiene necesidad de corromper a nadie, él es el poder.
“La democracia no tiene existencia, ni calidad en sí misma: depende del nivel de participación de los ciudadanos”. Ernesto Sábato