Hacia el determinismo ambiental

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Por: Mateo Castrillón


Mucha agua ha corrido por el arroyo del debate ideológico que confronta; en una orilla a aquellas voces que desde distintas disciplinas del pensamiento defienden la reducción del Estado hasta los mínimos necesarios para permitir el máximo de libertad individual tanto en las esferas de la conciencia como en las esferas del mercado con aquellas que, desde la orilla contraria, defienden que el Estado debe tener las dimensiones suficientes para injerir en la economía y en diversos aspectos de la vida social en aras de garantizar unos presupuestos mínimos de subsistencia que sirvan para materializar aquello que Kant denominó dignidad humana. Hasta el momento, se ha defendido que no existe ningún factor objetivo que incline la balanza hacia una tesis u otra, dejando la discusión en el campo de la subjetividad y la incertidumbre que; en parte, sirve de alimento a la democracia moderna.

La primera de las tesis se atrinchera en lo que se ha denominado comúnmente como “derecha” y, en el terreno de las ideas políticas como “liberalismo”. “libertarismo” o, en términos más contemporáneos como “neoliberalismo”; en sede de teoría del Estado es afín a lo que conocemos como “Estado de Derecho” y en lo jurídico se identifica con los llamados “derechos de primera generación” o “derechos fundamentales”. Consciente del rigor académico que implica referirse a estas categorías, sobre todo desde el terreno de la economía política y, sin pretender mayores grados de exactitud, se puede decir escuetamente que, desde esta vertiente pretenden defenderse los postulados que dieron lugar a las revoluciones modernas que en las postrimerías del pasado milenio proclamaron la abolición del absolutismo, la división de los poderes públicos, la posibilidad de acceder a privilegios con base a la posición que se ocupara en el mercado o en razón del trabajo y no por mandato divino o títulos nobiliarios, la consolidación del principio de legalidad y la protección a ultranza de la propiedad privada que tuvo como corolario la primera revolución industrial. Casi que puede decirse que, la respuesta natural de la sociedad al autoritarismo del monarca en relación incestuosa con la religión como encarnación del poder público que regía con pocas restricciones todos los aspectos de la vida comunitaria e individual fue; por contraposición, el ascenso de las libertades individuales, la maximización de la esfera privada como un límite infranqueable del poder público y la imposición de las dinámicas irrestrictas del mercado; la ley de oferta y demanda como único imperativo y norma constituyente con prevalencia sobre cualquier autoridad pública; ¡laissez faire, laissez passer!. A este proceso, Marx lo denominaría “emancipación política”.

La segunda tesis se ha refugiado en lo que conocemos corrientemente como “izquierda” y en el ámbito de las ideas políticas como “socialdemocracia”, “welfare state” o, “progresismo” – término que en la actualidad gana cada vez más aceptación para agrupar, por antonomasia, lo que comúnmente se ubica en el centro y hacia una izquierda moderada del espectro político – en lo que se refiere a la teoría del Estado, esta corriente ideológica se ha identificado más con el denominado “Estado Social de Derecho” que se afianza en las etapas posteriores a las guerras mundiales a través de las reivindicaciones sindicales, inspiradas en el marxismo y en el terreno de la economía, en las teorías keynesianas que ponían en cabeza del Estado la dirección y dinamización de una economía deprimida por las guerras  y de una sociedad europea cada vez más consiente de la precariedad que causó la aplicación a ultranza de la ley de oferta y demanda durante la revolución industrial, sobre todo en el ámbito de las relaciones laborales en las cuales, el dueño de la fábrica tenía como único derrotero la maximización de su riqueza y el obrero, a la hora de negociar el precio de su fuerza de trabajo se encontraba en una posición de inferioridad derivada de su estado de necesidad y de la facilidad que tenían los empleadores para decretar; agremiados, el precio del jornal, convirtiendo el contrato de trabajo en un contrato de adhesión en el que el trabajador no tenía ningún tipo de capacidad de negociación y dando lugar a todo tipo de abusos. Todo esto derivó en un redimensionamiento del Estado que aumentó su perímetro y como consecuencia, redujo la extensión de la esfera privada; se empezó a hablar del Estado como director de la economía, de establecer límites a la propiedad privada y de garantizar ciertos mínimos vitales a través de los denominados “servicios públicos” protegidos de las lógicas mercantiles y entre los cuales se encontraban la educación, la seguridad social y los servicios domiciliarios; surgió además el derecho laboral como una doctrina consciente de la relación desigual entre empleador y empleado, protectora del segundo y, ya no se habló más del contrato laboral como un simple contrato civil en el que se presume que las dos partes se encuentran en igualdad de condiciones sino que se le dio una categoría propia más garantista; todas estas reivindicaciones se agruparon en lo que se conoce como “derechos de segunda generación” y con mayor profundización en los denominados “derechos colectivos y del ambiente” o “derechos de tercera generación”. En síntesis, se planteó la necesidad de racionalizar el mercado, de concebir la economía como un fenómeno humano, mediado por decisiones conscientes y no como algo predeterminado por unas leyes universales que el ser humano no podía ni debía manipular. Hago hincapié en que las nociones empleadas cuentan con un vasto rigor conceptual, incluso es posible caer en algunas imprecisiones; pero, la exposición ligera que aquí se hace de los mismos, tiene como objetivo retratar una opinión y no el de realizar un artículo académico.

Volviendo al punto, mientras más grande se conciba la esfera privada, más hacia la derecha se estará y mientras más grande se conciba la esfera pública, más hacia la izquierda.

Pues bien, ha sido la contraposición entre estas dos doctrinas la que ha regido los destinos de los Estados modernos, la que ha generado la mayoría de las confrontaciones bélicas y políticas de nuestro pasado reciente y constituye un elemento transversal en el debate democrático; en resumen, se discute si se le deben poner prioridades o límites al mercado o si la prioridad es el mercado. Lo que se pretende demostrar aquí, es que esta discusión pertenece cada vez menos al debate político, que ya no es el ciudadano a través del voto quien va a decidir por tal o cual opción decantarse como si tuviera el dominio total de su destino; sino que, son las condiciones ambientales, el cambio climático, y el devenir del planeta los que impondrán; a rajatabla, la agenda política de las generaciones venideras; todo parece indicar que la confrontación pertenece cada vez menos al campo de la democracia y se torna cada vez más de vida o muerte.

Al principio dije que, los seres humanos hemos convenido que no existe ningún factor objetivo que incline la balanza hacia una tesis u otra y que es ello lo que alimenta el juego democrático; lo que pienso es que, ese factor objetivo ahora existe y que el debate ya no es tanto democrático, sino que es más bien científico, de allí el concepto de determinismo ambiental.

La ciencia empezó a jugar sus cartas cuando aparecieron los conceptos de “cambio climático” y “calentamiento global” y el planeta tomó partido cuando decidió que ya no debía lidiar más con las consecuencias del libre mercado; lo que se nos decía en ese momento, y lo que se nos dice ahora más que nunca, en medio de una coyuntura que nos obliga a permanecer encerrados y en la que el planeta nos grita que no existe ninguna riqueza que valga más que la vida, es que al capital hay que ponerle unas prioridades, que hay que racionalizarlo; que la salud del planeta va a determinar de ahora en adelante los devenires del mercado; que ya no es factible simplemente abrirle un hueco al suelo y extraer recursos de forma indiscriminada; que no es posible que nuestra matriz energética tenga como fuente principal los combustibles fósiles basados en el carbón y el petróleo con altas emisiones de Co2; que los productos que se comercialicen de ahora en adelante deben tener como valor agregado su baja huella de carbono, su bajo impacto ambiental, su sostenibilidad; que el conocimiento va a jugar un papel medular y la educación debe ser un derecho fundamental en todo este proceso pues, entre más limitados estamos por el entorno, más cautelosos debemos ser; que el ambiente va a estar tan viciado que no va a ser posible hablar de la salud como el privilegio de unos pocos; que ya no es factible la acumulación por la acumulación y el consumo por el consumo y que vamos a tener que ajustar nuestros gastos; de forma gradual, a la satisfacción de las necesidades básicas; que hay que democratizar un poco más las riquezas pues son limitadas y no es por falta de méritos que no se puede acceder a ellas sino por falta de riquezas. En suma, parece ser que el planeta se decidió, al menos parcialmente, por la segunda de las tesis; al parecer, el planeta es de izquierda… “castrochavista”…

No en vano se habla hoy de que estamos incursos en una Tercera Revolución Industrial; Jeremy Rifkin conceptualizo lo anterior ante la Unión Europea y lo cristalizó en su texto “Liderando la Tercera Revolución Industrial Y Una nueva visión social para el mundo. Abordar la triple amenaza de la recesión económica global, la seguridad energética y el cambio climático. “, en él expone:

“El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la Organización de Naciones Unidas (ONU) calcula que, si se duplica la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera del planeta en este siglo, es probable que la superficie de la Tierra se caliente entre 2 y 4,5 grados centígrados, siendo de 3 grados centígrados el aumento más probable. Sin embargo, los científicos advierten que la temperatura del planeta podría aumentar “significativamente más” de 4,5 grados centígrados, según algunos de los pronósticos.

Pero incluso un aumento de la temperatura de 3 grados centígrados, pronóstico que algunos científicos califican de bastante conservador dados los posibles efectos positivos que aún deben preverse, supondría volver a la temperatura que teníamos en la Tierra hace tres millones de año, en la era del Plioceno. El mundo de entonces era muy distinto al que conocemos hoy.”

El mismo texto se refiere a los embates del cambio climático, a los efectos de los combustibles fósiles y a la necesidad de racionalizar la economía así:

“La convergencia de la crisis crediticia, la crisis energética y los impactos en tiempo real del cambio climático han llevado a la economía mundial al borde del colapso. El petróleo, el carbón y el gas natural representarán un porcentaje cada vez menor de la energía mundial en el siglo xxi. La mayoría de los observadores coinciden en que estamos llegando al ocaso de la era de los combustibles fósiles. Durante este período crepuscular, los países están haciendo todo lo posible para garantizar que las reservas existentes de combustibles fósiles sean utilizadas de una manera más eficiente y están experimentando con tecnologías de energía limpia con vistas a reducir las emisiones de dióxido de carbono procedentes de la quema de combustibles convencionales. La Unión Europea, en particular, está instando a que sus Estados miembros aumenten la eficiencia energética en un 20% para el año 2020 y reduzcan las emisiones de gases que provocan el calentamiento global en un 20%”

Puede que no lo entendamos ahora, que sigamos eligiendo Bolsonaro´s, Trump’s, Uribitos… que sigamos creyendo que el neoliberalismo es una opción viable; que se trata de una pelea de gente productiva versus gente vaga, pero el planeta va a seguir golpeando y cada vez más fuerte y; quien deberá gobernar es quien mejor comprenda esa realidad y tenga el carácter suficientemente para encausar los desbordados y voraces intereses económicos.

No se trata de decretar el triunfo indefectible de la izquierda sobre la derecha, ni de proclamar una especie de dictadura ambiental, se trata de clarificar conceptos y comprender que al menos ciertas ideologías de ultraderecha que hoy dominan el panorama geopolítico no se compadecen con la realidad y están de espaldas a la evidencia científica a tal punto de negar el cambio climático con el único propósito de alimentar codicias bajo el sofisma de la “libertad”; ideologías que se contraponen además a las constituciones modernas que han erigido la  realización del Estado Social de Derecho como un mandato inexorable y que en el caso colombiano, da lugar a conflictos constantes entre el poder ejecutivo, que históricamente ha sido de una derecha cada vez más radical y el poder judicial en cabeza de la Corte Constitucional que trata de materializar los postulados progresistas de la constitución verde del 91.

No hablo de destruir el capitalismo, hablo de ponerle prioridades; no hablo de acabar la democracia, hablo de circunscribirla a aquello sobre lo cual podemos realmente elegir y entender que no estamos facultados para decidir sobre la suerte de cosas que son más grandes que nosotros; de comprender que el planeta no es un apéndice del mercado; de abandonar un poco la primera de las tesis y aprender a movernos más en la segunda porque así lo imponen las circunstancias; de dejar de satanizar el progresismo con argumentos que nacen más de la ambición que dé la razón.

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