Por: Víctor de Currea-Lugo
Cómo duele volver a escribir cuando uno ya no quiere escribir, cuando uno ha perdido la fe en las palabras, pero cuando toca decir algo porque la sangre corre. Esto es lo que produce Samaniego, no el mercado de frutas que tantas veces visité, sino las noticias que llegan de la guerra.
Pero, como dice la muy citada oración, el árbol no nos deja ver el bosque. En este caso el árbol es un ser de frutos caídos, de 8 jóvenes asesinados en el área periférica de Samaniego. Pero el bosque es más grande, es toda una dinámica de Colombia que confabula contra Nariño. Este es un territorio que pocos miran, que para Bogotá y su poder elitista casi no existe, abandonado a su suerte, desde Tumaco hasta el Putumayo pasando por su capital, Pasto. En esa dinámica de abandono siempre ha habido entonces un lugar para que crezcan las ilegalidades.
Recuerdo a una familia cerca de Samaniego que me decía que ellos votaron en contra de la paz, en el Plebiscito, porque tenían unas pocas vacas y sabían que mientras las FARC estuvieran allí, no tendrían problemas de que se las robaran. Votaron con la esperanza de que las FARC se quedaran en el territorio y tuvieran por lo menos quién les cuidara las vacas. Esa pequeña historia ilustra el nivel de desamparo por parte del Estado de muchas comunidades en Nariño.
Finalmente se dio el proceso de paz: las FARC se desmovilizaron y entregaron las armas, el territorio por ellas controlada quedó vacío porque el Estado no quiso, ni siquiera intentó, desplegar el Estado social allí. Esta práctica se repitió a lo largo y ancho del país en otras zonas dejadas por las FARC. A lo sumo se intentó copar militarmente algunas de estas zonas, sin entender que lo que necesitaban aquellos territorios era la promesa del Estado Social que hizo la Constitución del 91 y las promesas que hacia el acuerdo de paz, hoy por hoy traicionado.
Eso vacíos de poder generaron una competencia entre el ELN, los grupos paramilitares, los carteles del narcotráfico de Colombia y de México, y las élites locales, por quedarse con el control territorial. Este territorio, junto con buena parte de Nariño, se vio afectado por los cultivos de coca que crecían en medio del abandono del Gobierno.
Recordemos que hasta el año 2000, la mitad de los cultivos de coca en Colombia estaban en el departamento del Putumayo y precisamente en aquel año el Gobierno estableció el “Plan Colombia”, financiado y orientado por los Estados Unidos. Ese Plan, que buscaba combatir el narcotráfico y los cultivos ilícitos, solo sirvió para diseminar por todo el país los cultivos, hoy por hoy tenemos más hectáreas de coca que las que teníamos hace 20 años y, dentro de esa dinámica, se desplazaron cultivos desde Putumayo al cercano Nariño. En una región con pobreza, presencia de actores armados, cultivos de coca y vacíos de poder dejados por las FARC, teníamos ya el caldo de cultivo para la masacre de estos días.
Y allí, en Nariño, queda el puerto de Tumaco, una zona que ha tenido presencia de tropas de los Estado Unidos, niveles impresionantes de desempleo y de pobreza, y una ruta constante de entrada y salida de: armas, dólares, insumos para el narcotráfico y cocaína. Precisamente en varias regiones de Nariño, empezaron a hacer presencia los grupos de las llamadas disidencias de las FARC que no se acogieron al proceso de paz o decidieron volver a las armas. La magnitud y la velocidad de formación de estas disidencias también están relacionadas con los incumplimientos del acuerdo por parte del Gobierno.
Esa disputa por el territorio, por lo menos desde el año 2017, explica el marcado aumento de la mortalidad por homicidios en Samaniego y otras regiones de Nariño. En ese marco es que se dan masacres y ajustes de cuentas produciendo la muerte de varios líderes del narcotráfico. Los enfrentamientos llevaron a que en el año 2018 el ELN exterminara una disidencia de las FARC conocida como “los marihuanos”. Y al ELN le destruyeron hace pocas semanas un laboratorio de coca en esa región del país. En 2019 varios capos importantes capos fueron asesinados en medio de estas vendettas.
La información que llega de Samaniego habla además de la presencia en el territorio tanto del cartel de Sinaloa como del cartel de Jalisco. Hace quince días 2 miembros de inteligencia de la policía fueron asesinados, lo que aumenta aún más las dudas sobre qué realmente está pasando en el territorio. Lo que dolorosamente pasó la noche del 15 de agosto de 2020, es un eslabón más de una larga cadena de injusticias. Es un árbol, que se cae con sus frutos, pero que hace parte de un bosque que necesita ser examinado.
¿Qué hacer en medio de tanto dolor? Lo primero es entender que es una suma de violencias estructurales, culturales y directas las que azotan Samaniego. Lo segundo, entender que la salida militar por parte del Estado, que madrugó a que sus helicópteros volaran la región, no se acerca en lo más mínimo a una solución ni definitiva, ni inteligente del problema. Tercero, que hay una gran potencialidad en la sociedad civil de Samaniego dispuesta a jugársela por la paz.
Recuerdo que en 2017, hicimos una actividad de paz, allí en el municipio, con mensajes de la delegación del Gobierno y de la delegación del ELN para apoyar a una sociedad movilizada en torno al rechazo a la guerra. Fueron más de 500 personas, que a pesar del miedo y de ser una región tan poco poblada, nos encontramos para hablar de posibilidades de paz. Ya sobre la mesa hay, con mucho desarrollo, una propuesta humanitaria que busca el desminado y otros pasos para proteger a las personas civiles en medio de la confrontación, bien vale la pena retomar eso.
Lo fundamental ahora es llamar a la Comunidad Internacional para que se vuelque, no solamente a través de condenas, sino a través de su presencia directa en el territorio a acompañar a las comunidades y evitar una nueva masacre. Así mismo es necesario hacerles llegar a todos los grupos armados llamados para que cese la ola de violencia contra las personas civiles, especialmente a aquellos grupos que dicen tener una agenda política.
Pero el Gobierno central, más allá de llamar a “emprendimientos”, como trató el presidente Duque de explicar la solución a la masacre de Cali, o de proponer salidas neoliberales de la economía naranja para una región históricamente abandonada, le bastaría simplemente con cumplir la Constitución del 91. Pero como sabemos que no lo va a hacer, le pediríamos no organizar simplemente un consejo de seguridad allá, al que asistan algunos generales y se tomen las fotos; lo que se requiere es hacer de Samaniego un plan piloto de protección colectiva de la sociedad.
Eso implica, no solamente que el Gobierno renuncie a su lógica perversa de presentar como una única salida la vía militar, y que proponga de manera eficaz un plan social; que la comunidad internacional se vuelque, más allá de proyectos y de planes (en los que se habla de un supuesto posconflicto) a acompañar de manera permanente a las comunidades para salvaguardar su vida y a exigir de manera explícita al gobierno colombiano el respeto por los pactos internacionales.
Y claro, hay un sector de la sociedad colombiana, de organizaciones de Derechos Humanos, de proyectos de paz, que estarían dispuestos ya mismo a ayudar a esa región. Algunos medios de comunicación presentaron la masacre como una consecuencia de la violación de la cuarentena, como si no hubiera pasado, ni contexto. Lo triste es que Samaniego no es la única región que sufre la violencia, lo doloroso es que Colombia está lleno de árboles y lleno de bosques, y a veces ni siquiera vemos el árbol.
PD: Creo que nos va a tocar decir al mundo que Samaniego, ese pueblo de Nariño en Colombia, queda realmente en Venezuela, y así conseguimos que el Gobierno de Colombia se preocupe y que la Organización de Estados Americanos, se pronuncie.