Por: Renzo García
El verdadero vandalismo no está en los muros, sino en el poder de los politiqueros. Mientras algunos medios replican el discurso de los alfiles pagos del Clan Hurtado, ofreciendo 20 millones de pesos para perseguir a jóvenes que pintan grafitis, los asesinos de Santiago Murillo siguen caminando libres. Tratar a la juventud como enemiga de la ciudad es el viejo truco de los autoritarios: una estrategia para silenciar la indignación y perpetuar la impunidad.
Pero, ¿de verdad el problema de Ibagué son los grafitis que denuncian la corrupción, la impunidad o la realidad de una ciudad que se desmorona bajo el peso de la politiquería? La tragedia de Ibagué no es la pintura en las paredes: son sus calles convertidas en trampas de muerte, llenas de huecos; sus semáforos inútiles; sus barrios sin agua potable; sus parques en ruinas. Es el sicariato que avanza sin freno, la delincuencia que florece en el abandono, el miedo que ha dejado de ser una sensación para convertirse en una rutina.
No hay recompensas para quienes han permitido este desastre. Nadie persigue a los corruptos que han saqueado la ciudad. En cambio, se destinan recursos para criminalizar la expresión urbana de unos jóvenes, antes que para solucionar las deficiencias estructurales que afectan la vida cotidiana. Ibagué vive su peor hora: una administración patas arriba, un gobierno de espaldas a su gente, un puñado de cómplices saqueando lo poco que queda. Y los medios, lejos de señalar a los verdaderos culpables del desastre, alimentan la narrativa del miedo, repitiendo el discurso oficial que convierte a la juventud en vándalos y a los grafitis en una amenaza.
Pero el verdadero vandalismo es institucional. Es el que ha dejado una ciudad en ruinas, el que permite que la corrupción se lleve los recursos, el que ignora la sangre derramada en las calles. Nos dicen que los grafitis son el problema, que la juventud es el enemigo, que la pintura es vandalismo. Pero la verdadera barbarie la perpetúan los politiqueros contra las instituciones y contra el pueblo. Son ellos quienes nos condenan al deterioro, a la inseguridad, a la indiferencia estatal que olvida a sus muertos y desprecia a sus vivos. Prefieren preocuparse por las manchas en las paredes antes que por la sangre en las calles.
Ojalá hablaran del asesinato de Santiago Murillo en lugar de callar con su silencio cómplice. Porque la vida vale más que la estética de una ciudad indiferente, que mira hacia otro lado cuando asesinan a sus jóvenes y saquean la dignidad de su gente. Ibagué no necesita cacerías de brujas: necesita soluciones.