Uribismo: Los nostálgicos de la Constitución del 86

Por Andrés Felipe Giraldo L. 


Es difícil empezar a hablar sobre el uribismo y organizar las ideas para plantear por qué es una “ideología” (si es que se le puede llamar así), tan nociva para los cimientos de una sociedad como la colombiana, esencialmente diversa y conflictiva.

Por lo anterior, intuyo que esta columna no tendrá un orden muy específico, sino que será algo así como el desahogo de alguien que ha vivido poco menos de media vida bajo el yugo de la tensión que provoca verse compartiendo una generación con los más acérrimos defensores de la premisa vital que les soluciona todos los problemas: “¡Bala es lo que viene! ¡Bala es lo que hay!”. Y aún más, con el remordimiento profundo de haber empotrado a esta empresa criminal que se adueñó del Estado cuando ingenua y desinformadamente voté por Uribe en 2002, también hastiado de las permanentes burlas de las FARC a la intenciones de paz del gobierno de Andrés Pastrana, que solo sirvieron para que esta guerrilla se fortaleciera militar y económicamente, porque convirtieron la zona de distensión en un territorio impune, en donde podían esconder secuestrados y traficar cocaína a placer. Pero esa es otra historia.

Yo nací en 1974, y la verdad no puedo identificar un período de paz en mis 47 años de existencia. Cuando apenas empecé a comprender un poco sobre la realidad que me rodeaba, me tocó el gobierno de Turbay Ayala (1978 – 1982) que creó el llamado “Estatuto de Seguridad”, una normativa severa amparada por el tenebroso estado de excepción para repeler la acción de las guerrillas, con el fin de sincronizarse con las dictaduras militares que invadían América Latina por aquel entonces, la mayoría impuestas por los Estados Unidos en la famosa operación Cóndor, concebida para reprimir las intentonas subversivas del comunismo que pretendían adueñarse del poder en los países del patio trasero del imperio. Ni siquiera admitieron que Allende gobernara en Chile habiendo ganado en democracia, y lo suicidaron el 11 de septiembre de 1973 para que Pinochet se tomara por la vía de las armas y la bota militar el poder en ese país austral durante 17 años. Así pues, empecé a enterarme de que el Ejército en Colombia, amparado por la ley, capturaba ciudadanos en la calle por mero intento de sospecha, y que muchos de ellos jamás volvieron a salir vivos de los batallones.

Luego, desde que mataron al ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla en abril de 1984 durante el gobierno de Belisario Batancur (1982-1986), sobre Colombia se posó la sombra larga del narcoterrorismo. No me voy a detener a explicar lo que fue esta etapa para el país, porque, aunque todavía quedan muchos misterios por resolver, es un tiempo que ha sido suficientemente documentado en distintos formatos. Además, en noviembre de 1985 el movimiento guerrillero M-19 se tomó el Palacio de Justicia arrasando con la única rama del poder público que en ese momento le daba alguna confianza a la sociedad, en lo que fue una toma salvaje y una retoma brutal. Allí lo que menos le importó a unos y a otros fue la vida e integridad de todos los civiles y funcionarios que se encontraban en la mitad de ese infierno.

La única esperanza que le llegó al país en la última década del siglo pasado, fue la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, que reunió en un mismo recinto a más de setenta personas de diversas corrientes ideológicas y políticas para escribir una nueva Constitución Nacional, que reemplazara a la ya obsoleta y anacrónica Constitución de 1886, esencialmente confesional, centralista, discriminadora y profundamente conservadora. Si bien la Constitución del 91 no es perfecta ni está cerca de serlo, sí fue un paso hacia adelante para reconocer a Colombia como un país diverso y plural, al menos en el papel y, al menos en el papel, se goza de muchos más derechos, libertades y garantías, tanto en lo individual como en lo social.

Duvalier Sánchez, un joven político del Valle del Cauca con quien tuve la oportunidad de compartir un conversatorio sobre la Constitución del 91 a propósito de sus 30 años de vigencia, que se cumplieron este año, hizo notar algo trágico con respecto a quienes hemos esperado ver germinar y florecer dicha Constitución: De los treinta años de vigencia de la Constitución de 1991, veinte de estos hemos estado bajo la nefasta influencia del uribismo en todos los círculos del poder y de la sociedad en general.

Y es que al uribismo y a sus afines, como el Partido Conservador y los partidos políticos cristianos, los podríamos denominar como “los nostálgicos de la Constitución de 1886”. Y es fácil notarlo, porque así gobiernan, siempre con la Biblia por encima de la Constitución, añorando el régimen segregacionista y discriminador de la colonia, imponiendo a las malas un status quo que privilegia a los acaparadores de la riqueza, el territorio y el poder político, todo esto en nombre de la autoridad, cuyo único camino válido para resolver los conflictos sociales tan enquistados en una sociedad profundamente injusta y desigual es “bala es lo que viene, bala es lo que hay”. Porque la autoridad del uribismo se resume en usar a la fuerza pública para proteger los privilegios de las élites, sin importar que en la misión arrasen y pisoteen al pueblo una y otra vez, en nombre del orden y las buenas costumbres de la gente de bien, que no son más que las tradiciones ancladas en la Constitución del 86.

Por eso no es extraño ver a civiles armados protegidos por la Policía disparándole a los manifestantes con absoluta impunidad, porque la reacción de los nostálgicos de la Constitución del 86, ahora encumbrados en el gobierno,  frente al ejercicio de los derechos que se reivindican en la Constitución del 91, como el derecho a la protesta, por ejemplo, es reprimir el disenso y la inconformidad a bala. Y ellos creen que están haciendo lo correcto, porque su objetivo es mantener la pirámide social inmóvil a como dé lugar, esa que más que a clases sociales se aferra a las castas y a los privilegios, aunque haya que pasar por encima de la nueva Constitución, aunque sea necesario eliminar a quienes gritamos que la Constitución del 91 ya entró en vigencia, y que exigimos que la respeten.

Por eso lo que se juega en las próximas elecciones va más de decidir qué personas y partidos van a ocupar las curules del Congreso o la Presidencia de la República. Está en veremos que por fin florezca la Constitución de 1991 o que vayamos involucionando poco a poco a la Constitución del 86, para que el gobierno de turno siga encomendando la salud del país a la virgen de Chiquinquirá mientras se demora en conseguir las vacunas, o que se empeñe en decir que “el que la hace la paga”, aunque todos vemos que Andrés Escobar goza de sus vacaciones en la playa después de dispararle a manifestantes desarmados, mientras que la ciudadana alemana Rebecca SpröBer, quien apoyó a los manifestantes de la primera línea en Cali fue expulsada del país, y su ángel salvador, Jhoan Sebastián Bonilla, murió acribillado por trece impactos de bala en un supuesto intento de robo en el que no les robaron nada.

Los nostálgicos de la Constitución del 86 no quieren que nada cambie. Ricos o pobres viven conformes con lo que hay. Los ricos se acostumbraron a que sus privilegios son sus derechos y los pobres a que los derechos más básicos son privilegios, y se conforman con migajas que se caen de la mesa de las élites. El lastre colonial que quedó grabado como una impronta en la Constitución de Nuñez y Caro nos sigue arrastrando con la inercia de la historia y nos somete a la voluntad de “la gente de bien” que cree que lo correcto está ligado a esas tradiciones segregadoras y discriminadoras de los que creen que Colombia es un país exclusivo para cristianos blancos occidentalizados, y que todo el mundo tiene que creerse eso, aunque no lo sea. Y eso es lo que encarna el uribismo, que celebra a rabiar que el mismo día que votaron en el Congreso la negación de la matrícula cero para las universidades públicas, aprobaron al carriel antioqueño, al tradicional carriel antioqueño, como patrimonio cultural del país. Estas son las prioridades de los nostálgicos de la Constitución del 86, devolvernos a la colonia, y sentirse dueños de todos y de todo, en donde el carriel es más importante que la educación.

En las elecciones de 2022 votemos por la Constitución de 1991, por la implementación de los acuerdos de paz y por el fin de la hegemonía conservadora elitista y discriminadora que de rojo o azul ha gobernado a Colombia por más de 200 años. Ojo con el 22.

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