Por Juan Ramón Vera Rodríguez
La doctora Isabel se despertaba desde marzo con un poco de arrepentimiento por haber gritado al gerente del hospital y al anciano que la acusó de antipática y odiosa. Pero se estiraba un poco, sacudía la cabeza y se afirmaba que no podía dejarse humillar. Y que renunciar había sido lo mejor. Además, la pandemia la hacía estar lejos de sus hijos y el papá estaba a muchos kilómetros de poder y querer estar con ellos.
Tenía ahorros. Hacía muñecas en croché y construía atrapa sueños con lana y varas de bambú. Empezó a vender. Algunas amistades y familiares (muy pocos, se decía cada mañana) compraban frecuentemente sus creaciones. Consiguió clientes en otras ciudades gracias a publicaciones en Instagram y Facebook. Sin embargo, nunca pudo igualar, al menos, a la cuarta parte de su salario de médico.
Junio fue mes de cambios. Se mudó a un barrio más modesto. Vendió su Toyota, y compró un sedán de segunda. Los niños cambiaron a un colegio público.
Isabel había supuesto que el confinamiento solo duraría hasta julio o agosto. Y una noche en la que la idea le daba tumbos en la cabeza, decidió invertir una buena parte de los ahorros en materiales para fabricar sus artesanías. Pero en septiembre, no se había vendido casi nada, y el sostenimiento solo fue posible gracias a los ahorros… de nuevo.
Empezando diciembre, las ventas mejoraron, lo necesario para no afectar mucho los ahorros. Se presentó una oportunidad para ganar cinco millones. Una emisora local abrió un concurso de pesebres. De nuevo, debía arriesgarse.
Para el dieciséis de diciembre, el pesebre estaba listo. Desde ese día, los concursantes podían invadir las redes sociales de contenidos relativo a sus creaciones, y las personas podían reaccionar y hacer comentarios. La emisora haría contabilidad de las unas y los otros hasta el tres de enero, cuando cerraba el concurso. Isabel se sentía muy segura de que su pesebre era, por lo menos, original. Las diferentes imágenes eran coloridas y de texturas excelsas. Todo estaba acomodado con dedicación milimétrica.
Desde el 24 de diciembre se notó que su pesebre y el de un barrio al otro lado de la ciudad, iban a la cabeza de las reacciones. En el contenido del trabajo rival, se veía un bonito producto, y se veía una mujer muy joven, con un profundo escote, con una amplia sonrisa, piel trigueña y de cuerpo muy trabajado en el gimnasio. Aun así, su trabajo iba en la punta. Por poco. Decidió entonces contactar familiares y amigos para pedirles que reaccionaran a su contenido. Se sintió segura así, y arriesgó más dinero en una navidad grandilocuente, para ella y sus hijos.
También decidió aparecer junto al pesebre en las publicaciones. Aumentaron las reacciones, pero también las burlas. La comparaban con su rival y le decían que con ese cuerpo (cuerpo de luchador según los comentarios) no iba a ganar.
El treintaiuno la emisora las entrevistó. Apenas escuchó Isabel la voz de la joven, se le crispó la nuca de rabia. Le resultó empalagosa y sus expresiones muy lambisconas con el locutor y con el público que, en vivo, le lanzaba piropos. Isabel explotó. Gritó que deberían poner un jurado experto en arte y manualidades, porque la gente es muy bruta para apreciar su arte y solo le interesa la carne, como a los matarifes. Los insultos fueron y volvieron.
Para el tres de enero, el pesebre de la doctora iba perdiendo por una docena de reacciones. Al medio día ofreció un almuerzo para cerca de cien vecinos. A cambio de reacciones. Ya no le importaba si con el premio iba a recuperar lo invertido. Sus hijos le escuchaban dispuesta a demostrarle, a toda la ciudad, que no se juega con su dignidad.
Pero llegó la media noche, cuando cerraba el concurso, y no aparecieron las cien reacciones y comentarios. Más aún, el conteo disminuyó. Ella empezó a llorar. Y bebió con más ahínco de una segunda y diezmada botella de aguardiente. Y miraba el pesebre con desprecio.
Una aglomeración de gente llegó haciendo burlas y ruido al frente de su casa. A las dos horas, no aguantó más. Tomó la tapa de la olla presión y salió, furibunda. La multitud no la creyó capaz de nada. Pero Isabel descargó la tapa sin mirar a quién. Sonó un ruido seco. Silencio. La sangre en las canas. ¡Mamá! Gritó una mujer. Alguien empujó a Isabel. Después, algo le golpeó la cabeza. Y la lluvia de botellas, sillas, zapatos, piedras, tapas de otras ollas y las ollas, mierda de perro, no cesó hasta que no se vio nada de ella. Sus hijos lloraban desde la ventana. La multitud entró en la casa. Destruyeron y se llevaron. Y los niños lloraron en un rincón.
Al otro día, el titular: doctora desempleada, madre soltera y agresiva, es lapidada por sus vecinos.
Las reacciones alcanzadas por el titular en las redes sociales, le hubieran servido para ganar tres concursos de pesebre.
Sobre el autor de este disparate:
Profe de montaña, escritor por terquedad, papá y esposo por amor.