Vacío

Actualidad Radionovelas

Por Juan Ramón Vera Rodríguez 


A los once años comprendió que estaba vacío. No tuvo amor de su papá, que se fue cuando él estaba recién nacido. Ni de su mamá, que apenas si lo amamantó, por estar trabajando para alimentarlo a él y a sus dos hermanitos, y a un tercero que adoptó sin más trámite que rapiñándoselo al basurero.

Estaba vacío y vio que, tal vez, podría llenarse. Escuchaba que mucha gente trabajaba y trabajaba para comprarse cosas, con el ánimo de llenarse, pero que al final de la vida terminaban igual de vacíos. Él no podía creer eso. ¿cómo era posible que después de tener el estomago siempre lleno, el cuerpo cubierto con ropa bonita, y agua suficiente para nunca sufrir sed, pudiera alguien sentirse vacío al morir? Concluyó que algo debía llenarse. Un poco. Supuso que era como si pusiera un gotero boca arriba en plena lluvia. El agujero era muy pequeño como para llenarlo, pero al menos una gota entraría, alguna de las millones y millones. Entonces decidió formarse su propia lluvia de muchas cosas.

En la navidad del año en el que cumplió doce, se aseguró que ni sus hermanos ni su madre pasaran hambre. Trabajó y trabajó. Y aguantó más hambre de la normal. Y esa noche, hubo dos barras de salchichón cerveroni (del fino), varios litros de Pony Malta, varias bolsas de pan recién hecho, paquetes de frituras, una bolsa de bombombunes. Además, logró comprarle una gorra a cada hermano. La madre pudo llevar una libra de arroz. A pesar del hambre, no pudieron con todo. Tenemos el estómago chiquito porque siempre comemos poquito, dijo la madre entre risas y los niños carcajearon. Después, se quedó seria y le ordenó a él, el mayor, que le regalara la media barra a los vecinos, que eran más pobres y pasaban más hambre. El mayor asintió.

Sin embargo, al otro día, parado frente a la puerta de los vecinos, se dijo que no. Que ellos debían buscar su propia forma de llenar su vacío. Y aún saciado, salió del inquilinato y arrojó la media barra en la basura. Puedo trabajar para comprar muchas más, se dijo.

Cuando tuvo veinte, vivían arrendados en una casa para ellos solos. Lejos del inquilinato. Para navidad, llegó en su moto (un segundazo) con varias bolsas olorosas a pollo y otras delicias. Traía cerveza y whisky (del económico pero decente). Estaban invitadas las novias de sus hermanos. Eran un grupo más numeroso que el de la primera navidad en que no pasaron hambre, pero aún así todos sabían que él compraba más de lo que podían beber y comer. Al otro día no disimuló como en los otros años. Y con todo el aplomo del mundo, desechó varias bolsas de comida que no habían tocado. Las miró unos segundos y se dijo que nadie tenía por qué comer algo que él había comprado con tanto esfuerzo. Entonces rompió las bolsas y se aseguró que se revolviera la comida limpia, sana, olorosa y saludable, con la basura de sus vecinos. Su mamá le reprochó, pero él dijo que la comida no era solo para alimentarse, que también era para demostrar quién era mejor y más capaz.

Cuando cumplió cuarenta años, el grupo para la cena de navidad fue muy reducido. Solo uno de sus hermanos lo acompañaba, el adoptado. Solo uno de sus tres hijos. Solo uno de sus cinco nietos. Nada de su única madre, nada de su esposa y nada de sus cuantiosas amantes. Sin embargo, en la mesa, grande como una mesa de billar, había un menú variopinto y abundante: dos bandejas con empanadas de res, pollo, queso y bocadillo, una olla con veinte tamales, media lechona, media arroba de carne en rollo, dos pollos a la galantina, cinco botellas de Old Parr, una canasta de buñuelos, dos refractarias con natilla. Aparecieron de la cocina dos hombres y dos mujeres, con trajes impecables y portes estirados, que les empezaron a servir.

Pasada la media noche, muchas cosas aún estaban intactas en la mesa. Su hermano, el adoptado, no pudo ocultar su tristeza al imaginar todo eso en la basura. Come y bebe cuanto quieras, le dijo su hermano, pero el adoptado le dijo que ya estaba más que satisfecho. Los demás expresaron lo mismo. Entonces movió la mano y los meseros empezaron a recoger.

El nieto, de once años, le dijo a su abuelo que tal vez los meseros tenían hambre, o que podían llevar comida para sus familias. Él esbozó una leve sonrisa y ratificó la orden, ignorando el evidente deseo de sus empleados por aquellas delicias. Todos guardaron silencio mientras en la cocina se escuchaban las bandejas desocupándose. El nieto entristeció. Se levantó y se fue. Los demás hicieron lo mismo. Solo se despidió el hermano adoptado, con un tímido ‘adiós, hermano’.

Él se quedó solo, y empezó a repasar todas sus navidades, buscando alguna gota que, de la lluvia creada por él mismo, tal vez hubiera caído en su gotero.

 

Sobre el autor de este disparate:

Profe de montaña, escritor por terquedad, papá y esposo por amor. 

Facebook

1 comentario en «Vacío»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *