Detrás de una mochila Wayúu

Por: Gabriel Saldarriaga Miolina

La punta norte de la geografía de Colombia, la península que se extiende casi vertical al mar Caribe, las tierras encantadas de La Guajira, “tierra de sed ardiente,  de  besos  extenuantes  de  sol  agobiador, de misterio impreciso”, en palabras del novelista colombiano Eduardo Zalamea Borda escritas en su novela Cuatro Años a Bordo de Mí Mismo, encierra La Guajira, toda una historia unida a la naturaleza desértica de su geografía y a la preciosa, enigmática y sufrida vida de las comunidades ancestrales Wayúu.

En el año 1885 llegó a las calientes playas de La Guajira el geógrafo francés Jean Jaques Élisée Reclus con el objetivo de realizar un proyecto de exploración agrícola; era tanta su dedicación como investigador que escribió, entre los años 1876 y 1894, 18 volúmenes de una inmensa geografía universal, en la que analiza la vida e historia política y moral de los pueblos del norte de Colombia ubicados en la llamada falla geológica de Oca.

No dudó Reclus en afirmar que en otro tiempo se extendió una gran capa de agua entre la Sierra Nevada de Santa Marta y la cadena de los Andes llamada Sierra Negra. Quizá el río Magdalena atravesaba entonces este lago de agua dulce y corría por el lecho actual del río Ranchería, pero un cataclismo descomunal formó la “falla geológica de Oca” transformando la configuración de las tierras de La Guajira y parte del actual departamento del Cesar. Parece mentira, pero es verdad.

Todo lo que sucedió y sucede en la tierra guajira, es apasionante, es creativo y natural, como las mochilas tejidas por las mujeres Wayúu con hilos multicolores para portar cosas simples e internacionalizar su tierra y un país, al que dudan pertenecer porque los mantiene en la miseria y el olvido. Los Wayúu son la clave del encantamiento guajiro. Es el “realismo mágico”, no solamente un estilo o un hecho literario, sino un prodigio entero y verdadero que se expresa siempre. La Guajira es así.

Es claro que los huevos prehistóricos que narra Gabriel García Márquez en su hermosa novela Cien Años de Soledad, son las gigantes piedras redondas, ovaladas y blancas que permanecen como sembradas en el lecho de las aguas cristalinas del río Guatapurí. Converge esta geografía exótica con la Serranía Macuira, lugar sagrado de los Wayúu, serranía que es parque nacional y monumento natural en forma de bosque enano nublado en medio de una extensa área semidesértica.

Cuando se bordeaba la costa entre Manaure y Riohacha, en el caserío y área protegida Musichi, el manglar verde se tornaba en una mancha rosada que se movía y que se proyectaba estableciendo contrapuntas y armonías de colores indescriptibles,  una  visión fantástica conformada por millares  de flamencos rojos y el acompañamiento  permanente de una colonia de “cocodrilos acutus” desplazados desde el río Magdalena a las costas marinas, en la bahía de Portete, escapando para siempre del antiguo cataclismo geológico.

Esa belleza y riqueza natural en el departamento de La Guajira está casi extinguida, avanza otro desastre, aunque no natural: un nuevo Cerrejón, otra mina de carbón que entrega la corrupta dirigencia política colombiana a la firma turca  Best Coal Company, con línea férrea, locomotoras y puertos propios, pasando por encima de los derechos de las comunidades étnicas que ancestralmente han ocupado ese territorio, mientras otros proyectos de gran minería esperan la bendición de la ANLA.

El ministro de minas arrodillado en su cojín de la avaricia, férreo extractivista, no pierde ocasión de reiterar que necesitamos el oro y el cobre para impulsar el programa de transición energética. Al mismo tiempo que las Wayúu tejen mochilas, viven del hambre y se mueren de sed. Si uno aguza el oído, puede oír resonar los últimos bellos versos arcangélicos del poeta Arturo Camacho Ramírez, los de Luna de Arena, compuestos hace ya cincuenta años…

 

Entre angustia y agonía

Agua de la muerte, única

Que calma de tu sed, Guajira,

¡Doncella de amor siniestro, Violada y encarnecida,

Sin más ley que la aventura

¡Ni más dios que la conquista!

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